viernes, 19 de septiembre de 2014

Ahogada.

Tres minutos de interminable silencio. Ciento ochenta segundos en los que te planteas si seguir respirando merece la pena. Mientras a casi cuatro metros de profundidad te desinflas como un globo soltando el aire que todavía te queda dentro, rozas con los dedos de los pies las algas del fondo de esa gran mentira. Desde el primer hola hasta la última ola que te separó de él. La corriente os acercó, haciendo saltar chispas, que pena que fueras tú quien resultó electrocutada y no él... El viento agitándote el pelo mientras él te contemplaba cual tiburón vigilando una presa, merodeando a tú alrededor. Te cazó, te hizo suya hasta tal punto que la única escapatoria era esa, ocultarte bajo el mar de mentiras, dudas y verdades nunca dichas que te atrapaba. Ahogándote poco a poco entre tantas cosas que no entiendes, con los ojos abiertos bajo unas aguas demasiado saladas, casi ácidas. Cegada por la desesperación de no comprender nada, perdiendo aire a cada segundo que desciendes un centímetro más. Fusionándote con la realidad difusa que has vivido durante meses, desapareces. Cierras los ojos y escupes la última pizca de aire que te queda, como si él te hubiese obligado a hacerlo. Abrir los ojos y despertar en la orilla de alguna playa, tu único objetivo, tu única escapatoria.

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